martes, 19 de marzo de 2013

El frío se entremete por las visagras torcidas de tu ventana, una ligera corriente de viento que te roza la piel y te hace estremecerte o bien por el frío de tu desnudez o por los ematomas que te recorren el cuerpo. Tu labio inferior empieza a incharse al igual que tu hombro, seguramente debido a llevar varias horas dislocado. La sangre se ha secado sobre ti y te de la sensación de llevar una carcasa puesta, que cruje a cada movimiento que haces, que se parte. Hace un rato que has empezado a sentir cierta presión en la parte posterior de la cabeza, los miembros se entumecen, inutilizados. Te concentras en el dolor, recreándote en el. Cuanto más te centras más intenso se hace. Quieres llevarlo al límite, así que te concentras en cada parte de tu cuerpo, y juntas cada dolencia para convertirla en una, para sentir el dolor al unísono. Una carcajada brota de tu garganta -o lo que queda de ella- y se pierde en la noche, quizá hallas reído demasiado alto, mas no puedes cerciorarte porque has dejado de oír por el oído derecho y solo percibes pitidos y sonidos extraños. Ya falta poco. Puedes sentir la muerte en la habitación. Una vez más, te concentras en el dolor, quieres llevarlo al éxtasis, hasta la cumbre. Está cerca, es cuestión de segundos. La puerta se abre de golpe. Puedes ver la expresión de horror en su cara, e incluso te da tiempo a dedicarle una sonrisa macabra. Sus pies chapotean en la sangre que inunda el suelo para llegar a ti, y te zarandea en vano, sientes sus lágrimas caer en tu rostro y la sal del agua te escuece en las heridas de la cara. Estás tan mutilada que el mínimo roce te tortura lo inimaginable, lo cual te ayuda a alcanzar el grado máximo de dolor. Ya ha llegado. Lo sientes. Está en ti. La muerte te alcanza y te llena, y ya no estás, quedas reducida a lo que un día fue, a una simple realidad, a una consciencia.

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